16 mar 2011

Wilhelm Furtwängler (3)

Esta rivalidad con Von Karajan, inventada, le llegó hasta el mismo centro de su ser. Furtwängler vivía y respiraba la música de una manera tan profunda que, por ejemplo, constantemente dirigía orquestas imaginarias mientras caminaba. Furtwängler se había dedicado toda su vida a perpetuar las tradiciones de la cultura alemana, en la que había estado sumergido desde su más tierna juventud y de la que se había convertido en su paladín más visible. La música alemana era la única razón de su existencia. De hecho, en 1938, después de la anexión de Austria, a pesar de que ya estaba abrumado por la cantidad de trabajo, incrementó sus obligaciones haciéndose cargo de toda la actividad musical de Viena, porque se sentía en la obligación de preservar la orgullosa tradición musical de esta ciudad y, en particular, la independencia y la excelencia de su famosa Orquesta Filarmónica, que ya se veía amenazada por el control estatal.

Los nazis necesitaban tanto a Furtwängler como él necesitaba a Alemania. Hitler admiraba profundamente su maestría. El Partido mismo sabía perfectamente que Furtwängler era el principal símbolo de la antigua gloria de la cultura alemana y que su pérdida sería el golpe de gracia para el prestigio nacional, lo cual convalidaría todas las críticas foráneas.

Por esta época Furtwängler aprovecha la consistente ventaja del respeto que los nazis se veían obligados a tributarle. Cuando se le presentaban contratos con cláusulas del estilo “solamente arios”, se negaba a firmarlos; e iba aún más allá, picoteando a los promotores al destacar a miembros judíos de la orquesta como solistas. En un momento, cuando se le ordenó reemplazar a su concertino judío, amenazó con cancelar todas sus presentaciones. Cuando se le impuso la prohibición de emplear a artistas judíos en futuros conciertos, Furtwängler exigió una reunión con el ministro de propaganda, Goebbels, para que vetara dicha orden. La Filarmónica de Berlín estaba a punto de ser “arianizada”, y se reunió en persona con Hitler para revertir este decreto. (Por supuesto, todas estas medidas después fueron revocadas, pero esto no le quita en absoluto el valor que tuvo en su tiempo).

A pesar de lo que le parecía al mundo exterior, Furtwängler no colaboraba.

Jamás hizo el saludo nazi, ni siquiera cuando el mismísimo Hitler se encontraba presente en algún concierto. En general se negaba a actuar en salones donde se hubieran desplegado esvásticas. Evitaba aparecer en funciones oficiales. No quiso dirigir orquestas en países ocupados. Nunca inició sus conciertos con el himno nazi. Y jamás presentó las obras patrióticas de temática socialista que inundaban otros programas de conciertos.

El hecho de que Furtwängler se saliera con la suya en semejante conducta “traidora”, da cuenta de la estima que le tenían el Partido y el pueblo.

La relación de Furtwängler con los nazis quedó claramente definida en 1934 cuando programó la nueva ópera de Paul Hindemith, “Mathis der Maler”. La esposa del compositor era judía, y por lo tanto su música, a pesar de que todavía no se había escuchado, había sido automáticamente condenada como degenerada. El libreto (también obra de Hindemith) posiblemente no ayudó en nada. El personaje principal era un pintor visionario atrapado en una guerra civil, buscando desesperadamente una forma de aplicar sus talentos para mejorar la humanidad. A pesar de la ambientación medieval de esta ópera, su tema central respecto a la obligación del artista de abrazar de forma constructiva los temas sociales era dolorosamente moderno, y los nazis con seguridad entendían los desafiantes paralelos con la historia del momento –tal vez la razón misma por la que Furtwängler decidió presentar una ópera que hablaba de forma tan directa de sus propias y persistentes preocupaciones.

Cuando Göring prohibió esta obra, Furtwängler la reemplazó con una suite orquestal de la época. Este concierto fue aclamado como un verdadero punto de convergencia para las frustraciones anti-nazis. Más tarde Furtwängler publicaba un extenso artículo en defensa de Hindemith, en el que insistía en que la ideología era irrelevante y que el único criterio estético válido era la calidad misma del arte.

La prensa estatal, liderada por Goebbels, lo atacó, insistiendo con el mismo vigor en que solamente los ardientes nazis podían ser verdaderos artistas.

Abrumado y enfermo por la represiva ideología de este régimen nazi, Furtwängler resignó todas sus posiciones (excepto, por supuesto, el de “Staatsrat” vitalicio), y se dedicó a la composición, dirigiendo su mirada nostalgiosa hacia el extranjero. Y aquí fue cuando apareció la oportuna oferta de la Filarmónica de Nueva York.

Durante los siguientes meses, Furtwängler se sintió destrozado, privado de los medios para promover la música alemana (de la que él mismo se sentía su guardián). Pero el gobierno también estaba bastante molesto: había poca asistencia a los conciertos sustitutos, los suscriptores exigían que les devolvieran el dinero, la orquesta estaba sumergida en el déficit, y la prensa extranjera aprovechaba este incidente para denunciar la opresión de un régimen que, al parecer, tenía que silenciar a su artista más destacado.

Finalmente todo se resolvió cuando Furtwängler accedió a reconocer públicamente la preeminencia de las políticas artísticas de Hitler (difícilmente podía negarse), a cambio de que se le permitiera trabajar por cuenta propia y que nunca tuviera que aceptar una postura política o actuar en alguna función oficial. Como era de esperar, la prensa estatal informó al respecto como una plena capitulación por parte de Furtwängler, y jamás mencionó el resto del acuerdo.

Pero Furtwängler no se limitó a retirarse dentro de sí mismo o en el santuario del arte. Sino que, según varios testimonios, desplegó un enorme coraje moral, poniendo en constante peligro su vida y su reputación. Durante los siguientes diez años pasó gran parte de su tiempo interviniendo con funcionarios del Partido en tareas casi imposibles para proteger y rescatar a potenciales víctimas que buscaban su ayuda, incluyendo a profesionales extranjeros y enemigos. Si bien las pruebas a menudo son anecdóticas, el archivero Fred Prieberg sostiene que sólo su investigación ha documentado más de ochenta personas en riesgo que fueron salvadas gracias a los esfuerzos de Furtwängler.

Mientras la pasividad externa de Furtwängler (aplastado por las noticias distorsionadas nazis) se interpretaba en el exterior como “colaboracionismo”, ahora sabemos que su silencioso heroísmo salvó muchas más vidas que el despotrique abrasivo o la emigración simbólica. Como lo señala acertadamente Paul Minchin, presidente de la Sociedad Wilhelm Furtwängler: “Se necesita mucho más coraje para oponerse a un régimen totalitario desde adentro”. Está claro que Furtwängler tuvo al menos mucho más coraje que los autoproclamados defensores de la humanidad que lo tacharon de cobarde pero que lanzaron todas sus granadas verbales desde el puerto seguro del mundo libre.

¿Entonces Furtwängler era un santo desamparado? No del todo. Lamentablemente hay un costado no tan loable de sus actividades durante la guerra.




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Traducido de:

Peter Gutmann: Wilhelm Furtwängler: Genius Forged in the Cauldron of War / en: Classical Notes
Para ver el art. original: Click Aquí